¿El Sistema Educativo Premia la Mediocridad o la Excelencia?

En una mañana lluviosa de octubre, en una escuela secundaria de un pequeño pueblo, Alejandro se dirigía a su clase de matemáticas arrastrando los pies. Era un estudiante promedio, uno de esos que ocupan las filas intermedias en el aula y cuya presencia suele pasar desapercibida. Sin embargo, hoy era un día especial porque se entregaban los resultados del último examen trimestral.

La profesora, la Sra. Martínez, comenzó a repartir las pruebas corregidas con su mirada crítica habitual. A medida que pasaba por cada escritorio, las reacciones eran predecibles: rostros de alegría y decepción, algunos suspiros de alivio y otros de resignación. Cuando llegó el turno de Alejandro, ella le entregó la hoja con una sonrisa y dijo: “Nada mal, Alejandro, sigue así”.

Alejandro miró la calificación: un satisfactorio 7 sobre 10. Lo curioso de este escenario es que, mientras Alejandro sentía un leve alivio por no haber reprobado, Laura, su compañera de clase y una estudiante destacada, miraba su notable 9 con frustración. “¿Por qué no un 10?”, pensaba. En un sistema donde el arco del éxito parecía fluctuar entre el aprobado y el excelente, Alejandro y Laura eran ejemplos vivientes de una incógnita persistente: ¿premia nuestro sistema educativo la mediocridad o la excelencia?

La historia de Alejandro y Laura es un reflejo de una disyuntiva global. En un mundo cada vez más competitivo, muchos argumentan que los sistemas educativos están configurados para mantener un estándar mínimo de aprobados, donde se celebra la mediocridad en lugar de fomentar la excelencia. De un lado, hay quienes creen que el enfoque en aprobar exámenes y cumplir con requisitos básicos deja poco espacio para el desarrollo del pensamiento crítico y la creatividad. Del otro, algunos recalcan la importancia de reconocer los logros de todos los estudiantes como método de motivación.

Datos del informe PISA muestran que en muchos países el gran grueso de los estudiantes se concentra en calificaciones promedio, con pocos alcanzando niveles de excelencia. Sin embargo, los países que han destacado por su sistema educativo, como Finlandia, se centran en métodos de enseñanza que buscan el desarrollo integral del estudiante, enfocándose más en el proceso de aprendizaje que en los resultados numéricos.

La presión de los exámenes estandarizados y la cultura del “aprobado basta” llevan a que los estudiantes como Alejandro se conformen. Y aunque es importante que todos alcancen un nivel mínimo de conocimiento, la falta de incentivos para superar ese umbral puede llevar a la mediocridad.

Laura, frustrada por la nota que consideraba insatisfactoria, fue motivada por la Sra. Martínez, quien le sugirió proyectos adicionales para ampliar sus habilidades. Por otro lado, Alejandro, inspirado por la dedicación de Laura y con la orientación adecuada, comenzó a asistir a talleres extracurriculares y, en un entorno donde se celebraba la excelencia, encontró el estímulo para mejorar.

Resolver la dicotomía entre mediocridad y excelencia puede encontrarse en un enfoque equilibrado: apreciando y apoyando a todos los estudiantes, mientras se incentiva a aquellos con más talento o dedicación a alcanzar su máximo potencial. Al alinear el sistema con métodos que premien el esfuerzo y fomenten la curiosidad, podemos transformar historias de conformidad en relatos de éxito.

La situación de Alejandro y Laura no es única, ni es imposible de cambiar. La oportunidad yace en manos de educadores que, como la Sra. Martínez, despierte una pasión por aprender en cada niño. Al igual que una mañana lluviosa puede volverse luminosa, un sistema puede orientar su rumbo, premiando a quienes se atreven a ir más allá, preparando a una generación para enfrentar los desafíos con excelencia en lugar de mediocridad. La decisión de actuar está en nosotros, recordando siempre que un pequeño cambio puede traer consigo una gran transformación en la historia educativa de muchos.

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